jueves, 5 de septiembre de 2013

Encomiendas

Me levanté temprano esta mañana, enfrascada en la difícil tarea de bucear en mi closet para encontrar una cinta amarilla. Por cierto recordé las mil y una encomiendas que pedían en la escuela. Entre los más sorprendentes pedidos ahora rememoro un pescado de tela propio para guardar el pan. Por supuesto, los profes sabían que ninguno de nosotros, con apenas 10 años, podría hacer semejante prodigio. De modo que, calificaban a los padres por las tareas de educación laboral. Yo, incluso, jamás pude realizar cabalmente una carta tecnológica. Pero en la Vocacional vino el mejor de los pedidos, teníamos que crear con recursos desechables una mitocondria. ¡Dios mío! Lo repito y no me lo creo: ¿Una mitocondria? Todavía, después de graduada no entiendo a la perfección porqué tenemos que volvernos pequeños carpinteros, costureras (bueno, esta parte si la entiendo) y hasta hortelanos. No tengo ningún taller en mi casa, todavía no sé dar una puntada y por supuesto que mi pequeño patio no tiene espacio para un huerto. Ahora que busco en el pasado, el huerto de mi escuela no tenía ni un tomate. Nada crecía en el terreno de mi brigada y no por falta de cuidados. Con muchísima regularidad nos mandaban a sacar las malas hierbas y a remover, guataca en mano, aquella tierra dura que hasta hoy dejó un callo casi invisible (y que solo yo siento) en mi mano derecha. No era una explotación, lo aclaro. Aquello de ir a cuidar las áreas verdes era un verdadero festín. Muchos años después, me gustaría averiguar si se siguen haciendo estas cosas. Un primo mío, mayor que yo, tuvo que plantar él solo un surco. Muchas horas estuvo al sol para mantener inmaculado su promedio académico. Por otra parte estaban las escuelas al campo, yo las viví todas en diferentes lugares y recogidas. Esas historias quedan pendientes para otro post.

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